sábado, 28 de diciembre de 2013

Segundo camino hacia las utopías



-Me cago en la puta.

Manera especial, esencial, única para convertir las miradas de simpatía de dos abueletes en odio puro y visceral. Sonrío, como diciendo que soy joven, que se me perdona un poquito.

En fin, no importa… El caso es que estoy un poco nerviosa. Y casi me tropiezo. Una vez me dijeron que la fuerza de la gravedad atrae mi cara con demasiada fuerza, y que por eso ésta siempre busca el suelo. Quizás. Porque soy la anti-funambulista, la mujer que no se habitúa a sus propios pies.

Me siento en un banco cualquiera, consciente de que lo que veo ya no será, en bastante tiempo, algo cotidiano. Ahora me parece que los chicles aplastados en el suelo, las palomas medio descuartizadas, las colillas de porro esparcidas por el pavimento como purpurina, los viejos verdes, las tiendas cutres y los cuchicheos son algo del día a día, algo a esquivar. Parte de mi escenario vital. Pero, a partir del próximo lunes, ¿qué?

Ni siquiera sé qué hago en la calle a las dos de la tarde. Estaba agobiada, necesitaba aire.

Hay que aprovechar cualquier situación. Sacarle el jugo hasta la última gota. Extraer lo mejor de lo peor. Tener constancia de que los momentos no se reducen simplemente a lo que estamos haciendo, sino a lo que podemos hacer. Cualquier instante es una buena experiencia en potencia. Incluso, al ir al médico, puedes tirar hacia el mar.

Lo que quiero decir es que necesito cerveza.

Son las dos de la tarde… Y mis amigas estarán liberándose del primer día de su último curso de instituto. Día que yo ya viví hace un año, y que echo rematadamente en falta. Decido enviarle, para probar suerte, un mensaje a Will. Quizás les apetezca regar el aburrimiento con cebada.


Will, vamos a tomarnos unas cervezas

donde siempre, llama a las demás.

Me dirijo hacia el bar. No importa que no me hayan contestado; nunca rechazarían un par de cañas. En unos diez minutos, las tendré a mi verita.

Queda una semana. Supongo que tengo que atesorar estos momentos. Que puede que ésta sea la última cerveza espontánea, que quizás a partir de ahora tenga que planearlo todo con una insoportable antelación. Pienso en mis amigas, en todo lo que está apunto de cambiar… y en lo que ya ha cambiado.

Cuando conocí a Will, ella me odiaba. Es gracioso, pero es así. Después comenzamos a hablar, de forma más o menos espontánea (¿qué voy a esperar yo ahora de la espontaneidad?). Descubrí en ella la persona más inocente que jamás haya tenido delante. Y también, sin duda, la más encantadora. Así de simple. Tiene siempre guardadas un par de buenas palabras para quien lo necesite, y vive con el terrible miedo de que estas palabras no susciten nada. Tiene una imaginación totalmente desbordante, y las manos más frías que jamás haya visto (porque el frío de sus manos también se ve). Es, en fin, una de esas personas que se encuentran una vez cada cien años. Un poco cursi, pero a la vez capaz de aguantar el dolor para no contagiarlo. Y éste es, sinceramente, el mejor atributo que esta pelirroja un poco loca tiene. Que nunca haría mal a nadie, ni dejaría que nadie se sintiese mal por su culpa.

En realidad, no comenzamos a hablar de forma espontánea. Fue culpa de Prunella, Prunella Addle. Sabía que ella no me soportaba, y quiso juntarnos para que, básicamente, nos tirásemos de los pelos. La verdad es que Prunella, por norma general, es un poco cabrona. Pero no lo lleva al extremo. Quiero decir, es una de esas personas que te pinchan pero que jamás te dejarían caer, ni siquiera asomarte al precipicio. Alguien, además, con un mundo interior sorprendentemente productivo. Nunca sabes de qué te va a hablar. De física cuántica, de Poe o de la reproducción de las mariposas.

Prunella tiene una hermana melliza. Se llama Rosalind. Me gusta tenerla cerca, porque es alguien que aporta sosiego. Es, quizás, la parte coherente de cualquier compendio de seres humanos ligeramente lunáticos. Sin embargo, nunca termino de conocerla. Si el mundo interior de Prunella es productivo, el de Rosalind es sorprendente. Porque sólo deja ver pedacitos. Tengo la sensación de que en cualquier momento el universo que Rosalind alberga entre las costillas puede estallar, y que de dentro saldrá, sin duda, algo que cause orgullo a todo el que la tiene cerca. Además, es la única persona que aguanta a Will cuando está borracha.

Después está Aileen (Tomasa, Catedrala). No sé cuántas carcajadas me habrá sacado. También me parece alguien con muchísima capacidad de sorpresa. Inteligente hasta las trancas y con la virtud de ver algo criticable en cualquier cosa. Y original. Soy incapaz de aburrirme si la tengo cerca. Con ella puedo hablar de cualquier cosa: de política, de literatura, de vecinas que se visten con abrigos dignos del plumaje del cuervo… Siempre he pensado que Aileen llegará lejos. Que dentro de poco despuntará, y conseguirá lo que le dé la gana. Ella es quien normalmente me aguanta a mí cuando bebo. Pero sólo si ella también ha bebido, naturalmente.

Dentro de una semana todo cambiará. Y estos encuentros fortuitos serán cosa del fin de semana. No sé, me da un poco de miedo.

Pero es lo que quiero. Me toca comenzar la universidad. Me toca vivir. No me toca acomodarme, sino caminar hacia delante.

Me siento en el bar, en la mesa de siempre, y suspiro. Las muy idiotas no han llegado. Imagino a Will caminando a paso de tortuga.

Ay, Will, machito mío. Quien te recibiera con una bandera multicolor.


Soy Ross. Con doble S, por si una se me pierde.




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