lunes, 30 de diciembre de 2013

Tercer capítulo y tres cuartos

No veo la hora de salir de estas cuatro paredes. Odio estar en la institución mental del Estado, con estas personas con título de profesor y ocupación de cuidadores de guardería. Rosalind, mi compañera de pupitre, es una chica curiosa: la conozco desde hace mucho tiempo, y cuanto más tiempo paso con ella, menos la conozco. Da la impresión de ser tímida, pero va muy rápido en las relaciones amorosas: me casé con ella por ceremonia civil, un día en la biblioteca –con civil me refiero a apuntarlo en el Facebook- y como ninguna de las dos somos propensas a las relaciones sociales, pues ahí seguimos en nuestro apasionado matrimonio cibernético.
Me suena el móvil en clase, pero el profe de filosofía no se da cuenta porque está muy ocupado en enseñarse a sí mismo cuánto sabe sobre Aristóteles. Me consuelo sabiendo que vamos a quedar ahora con las chicas para tomar unas cervezas, que siempre son dos cervezas para Ross y servidora, y batidos de chocolate para las demás, pero queda muy chachi hablar de “cervecitas o birras” así en general.
Después de una media hora que pasó por nuestra mente como si fueran tres días, salimos al exterior. El frío nos cortaba las mejillas como navajas y corrimos hacia el bar, donde ya nos esperaban las demás:
En primer lugar la parejita del grupo. Gideon y Prunella están prácticamente fundidos en el mismo cuerpo, lo que no deja de ser romántico a la vez que muy extraño si no estás acostumbrado. Suelo meterme bastante con Gideon, mas por costumbre que porque no nos llevemos bien, pero es buen chico. Prunella es una adicta a la literatura y al cine, que consume ávidamente y de forma compulsiva, llegando a secuestrar mis discos con películas en su guarida, poniendo como cancerbero a un gato demoníaco que nos asusta cuando vemos películas de terror. Por lo demás son gente muy corriente y agradable.
Bajo una pila de batidos de chocolate está Willow, mi mejor amiga desde pequeña. Le quitó el puesto a una chica de pelo rizado después de que me diera un golpe en la cabeza con un tren de Legos ¿Qué decir de ella? Es tan extraña como yo, por eso nos seguimos llevando bien. Se obsesiona con muchas cosas, como los chicos con lunares, o los lunares con chicos pegados a ellos, aún no lo tengo claro. Se alimenta de chocolate, batidos de chocolate, potajes con chocolate, etc. y luego saca analíticas fraudulentas que afirman que está perfecta de salud, pero a mí no me engaña.
A su lado está Ross, una universitaria de pelo afro, sonrisa crónica y gafas de pasta. Siempre tiene en los labios una crítica al gobierno y entre los dedos un libro de algún autor japonés. Su afición por Japón no tiene límites, desde el manga y el anime a los haikus y la buena literatura. Una de esas pocas personas a las que puedes sacarles conversación de cualquier cosa.
Roger y Rachel se encuentran a un lado. Como siempre, enfrascados en alguna riña que se les pasa en cuanto aparece el camarero con otra ronda.
Rosalind y yo nos sentamos y pedimos unas cervezas más. Si alguien nos hubiera dicho que nuestro destino se estaba forjando en ese mismo bar, todos juntos charlando sobre política, bebiendo, riendo y aspirando el humo de los cigarros de los parroquianos, no le habríamos creído. Pero así es.
Y esa es la historia que contaremos aquí: la de nuestra vida.


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